martes, 4 de junio de 2019

EL LEÑADOR



                            

Llevaba  un hacha en la mano,  lo que le confería más aun un aspecto de rudeza. Sus músculos marcados no dejaban duda de que sabía manejarla dicha herramienta con destreza. Una vez fijado su objetivo, comenzó a golpear la dura corteza. En esa ocasión le había tocado en suerte talar un pino torcido, que corría peligro de derrumbe, ante cualquier inclemencia climática. Golpeó una y otra vez, con todas sus fuerzas,  hasta que logró hacerlo caer en el suelo, con un estruendo, quizá, demasiado sonoro. Ni era tan grueso, ni tenía tanta altura. Además gran parte de su tronco era hueco, de una manera inhabitual. Lorenzo, se arremango en extremo,  como quien acepta el desafío que le es concedido, bien por la naturaleza,  o Dios sabe por quién.  Reanudó su labor con el troceado en partes equitativas del recién caído. Una tras otra iban quedando expuestas ante él, hasta llegar a la sección más fácil,  la que poseía esa falta de madera en su interior. Pero al intentar corta de nuevo en profundidad el árbol,  la hacha no penetró. Había algo obviamente duro que se lo impedía; a la par que resonaba con tintineo. El muchacho se acercó expectante, y tras inspeccionar el cóncavo espacio, se dio cuenta de que no estaba vacío. En su interior brillaban multitud de alhajas, relojes y abalorios. Seguramente fuera el botín acumulado, a lo largo de los años, por algún malhechor local; negligente sobremanera, y cuyo escondite ahora quedaba al descubierto. Sacó unas bolsas de la furgoneta y comenzó a traspasar el tesoro encontrado, para así hacerlo suyo. Podría decirse que Lorenzo, el leñador, era un hombre afortunado.



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