Juan Bautista Romero
Concha era mi nombre. El amor paternal que recibí, me preparaba un
brillante porvenir. Yo fui la esperanza y felicidad de mis padres, su
mejor motivo para sonreír, su único y bien amado hijo, tras la muerte
prematura de mis dos hermanos.
Pero la providencia en sus altos juicios
probó su virtud arrebatándome a mí también la vida, por caer en mala gracia a
los hermanos de mi amada, que sin pensarlo, no dudaron en asesinarme sin más, a
mis veinte años recién cumplidos.
¿Qué iba a ser ahora de una de las mayores
fortunas de Valencia, obtenida de la sedería? En una España aún convulsa
por la no tan lejana guerra contra los Carlistas. Y a mí que más me daba. Yo
solo podría sufrir por mis padres, que
prácticamente enloquecieron de pena y ahogaron sus lágrimas en el trabajo
y la reclusión.
Llegó el aniversario de mi muerte y se
celebraron unas multitudinarias misas fúnebres en la parroquia de San Martín,
por mi descanso y paz eterna. Acertadamente fueron acompañadas por la música de
Mozart, de la que tantas veces disfruté en mis horas de asueto.
Inmediatamente después de aquello, la pena
se encarnó en compasión y comenzaron a obrarse maravillosos hechos en mi
nombre y por mi memoria.
Era mi padre un hombre honrado y sabio,
hecho a sí mismo, afortunado empresario, por su buena cabeza; hasta el punto de
ser nombrado senador por la Reina Isabel II y ennoblecido por esta con el
título de marqués de San Juan. Y fue este y su esposa Mariana, mi amada madre,
los que encargaron construir al ya creador de nuestro panteón
familiar, su gran amigo Sebastián Monleón, un hermoso huerto con casita al
estilo francés. Él sabía de sus gustos y preocupaciones, era compañero de
sus causas, como la protección y ayuda económica que mis
padres prestaban al Hospital General. Hasta el punto de llegar a promocionar la
construcción de la actual plaza de Toros de Valencia, adelantando sus dineros,
para que luego los beneficios obtenidos fueran a parar al mismo hospital,
donde eran atendidos los vecinos más necesitados de la ciudad.
Antes de sus últimos años lograron crear
su propio Asilo de San Juan Bautista o Romero y el proyecto del
Hospital de santa Ana junto a él, acabado años después.
Fueron erigidos en el Paseo de
Petxina, junto a otros edificios de la época dedicados al bien estar
de los conciudadanos; entre ellos la Beneficencia y el Asilo del
Marqués de Campos. Hoy lo que queda de ellos se transformó
en Universidad Católica, museos y de más.
Pero no penséis que me he olvidado de mi
huerto, pues a mi memoria está dedicado, aunque de huerto pasará a ser
Jardín de Romero, por la belleza adquirida con los años. Mi padre no
escatimó en absoluto para hacerlo digno de mí. Fue dotado con galerías, estanques,
conjuntos escultóricos mitológicos, arboles exóticos traídos de todas partes
del mundo ; incluso en uno de sus viajes a Madrid por ser él político ,
adquirió los dos leones originales del Palacio de Congresos, que
aún no habían sido ni colocados en su escalinata; quizás fueron esculpidos
con porte demasiado joven para tal lugar y así es como desde entonces
guardan mi jardín , frente a las estatuas de a la diosa
Hebe y su cáliz, portadora de la juventud y la Musa Clío, sabedora
de Ciencia e historia , que habitan en la fachada de entrada al
jardín de mi palacete, que fue más que casa .
Gusto de saber que de seguro allí hubiera
sido feliz entre mis leones, mi musa y mi diosa, a la que honro con
mi eterna juventud. ¿Qué más puedo decir? Esta es mi historia, que lo
fue porque yo ya no estaba, pero sin mí no hubiera sido. Acordaros de mi
cuando veías una corrida de Toros en Valencia, cuando paseéis por el barrio de
Petxina y sobre todo cuando vayáis a mi querido jardín, recordad que fue por un
Romero, aunque ahora lleve el nombre de Monforte.
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