sábado, 8 de diciembre de 2018

UN SECRETO CON RIMAS





 


La amona se empeñó en ponerme Mari por nombre, aunque mi ama no estaba muy de acuerdo. Dice que es mejor dejar el pasado en paz. Quizá, sea porque  mi familia esconde desde antaño un secreto. A mí me han ido dosificando las pistas sobre este, desde que tengo uso de razón. Pero me estoy hartando, necesito respuestas, y ya. Por eso he decidido visitar el caserío familiar, aquí seguro que podré montar mejor el puzle que llevo dibujado, a medias dentro, en  mi cabeza.
En esta casa nunca se habló de política, ni nacionalismos, al menos delante mío. Aunque he de decir que la Ikurriña preside el salón principal, y esta es  mi primera pista; por pura deducción. «Rojo, verde y blanco, son los colores de Vasconia. Así trepando por los escalones, te remito yo, al más allá del pasado de esta historia».
Subo las escaleras a gatas en busca de algún detalle que me lleve al tiempo adecuado, y, descubro para mi sorpresa, un destacamento de soldados romanos, que me sirven de guías. Tallados en la base de los barrotes de madera de la baranda, todos ellos de un diminuto e insultante tamaño. Se encuentran situados en el sector izquierdo de la ascensión. Justo me indican el camino a la vieja biblioteca del aitona, donde todos los libros que podemos encontrar en ella están escritos en vasco. Ese hecho me hace pensar que esta es la segunda pista: «En tiempos de la romanización, eran más las conveniencias que la resistencia, a pesar de tener una lengua autóctona  más antigua que el latín. Extrajimos plata por salario. Obtuvimos moneda por botín».
Esta vez sí que me lo dejaron fácil. Está claro que tengo que ir al despacho  y rebuscar entre los cajones. Creo recordar que la amona escondió en uno de ellos la colección de monedas antiguas de la familia. ¡A ver! En este lado no, en aquel tampoco. Pues no queda otra, ha de ser en el central. ¡Bingo! Aquí está la cajita dorada, reliquia donde las haya. Solo con verla me vienen a la cabeza todos los cuentos que me contaba el aita de pequeña. Tenía que pagarle cada sesión de narración con una de estas monedas, sólo que él me las decía antes, para que así yo eligiera una. De ese modo podía ir escogiendo una historia especial para la ocasión. Casi todas guardaban una moraleja, pero en particular, me acuerdo de la última que me contó. Aunque no supiéramos en aquel momento que así fuera. Nunca acabé de entender la moraleja  que la acompañaba. Pero puede ser que ahora si le encuentre sentido. Sin duda es la tercera pista: «Quién cae en un pozo no debe trepar,  otro camino ha  de buscar. Las piedras del final de la senda todo lo van a explicar».
Queda claro el camino. Hacia el pozo que voy. Ahora solo tengo que bajar por él con cuidado. Pero primero que nada quiero asegurarme de tener cobertura con en el móvil, no quiero quedarme incomunicada ahí abajo, puede que luego no pueda subir tan alegremente como se debería. Sino porque se me incita a tirarme como aquel que dice de cabeza a un pozo. ¡Bueno creo que estoy desvariando un poco! Deben ser los nervios, los lugares oscuros y pequeños no me gustan nada. Espero que los dos meses de prácticas de escalada me sirvan para algo, aunque deben haber sido olvidadas por mis reflejos motores; porque  hace como dos años que las realicé. Paso a paso, apoyo bien, ya casi estoy. Por lo menos me he distraído pensando, socorridamente, en los atributos del instructor de trekking; qué buenorro estaba. ¡Uff! Toco fondo. ¡Seré tonta, necesito una linterna! Menos mal que los móviles de hoy en día sirven para todo, y que  llevo en la mochila una batería para poder recargarlo. ¡Anda si realmente si hay una senda; no me lo puedo creer! Cada vez se estrecha más, pero creo ver una luz al fondo. He llegado y yo solita, ¡qué valiente que soy! Va siendo hora de saber cuál es el gran misterio que me han estado escondiendo. Pero no veo ningunas piedras, ¿qué pasa aquí? Algo no cuadra. ¡Es verdad! Me hicieron memorizar una pista más: «Las aguas te servirán de velo. Si quieres leer te tendrás que mojar».
Eso querrá decir que debo cruzar los casi translúcidos torrentes de agua, que atraviesan la cueva, en su extremo más  cercano a la salida; supongo. ¡A mojarse se ha dicho! Qué rápido fue. Y ahora sí, aquí están las piedras, aunque más parecen las tablillas de Moisés, ¡qué lástima que nadie haya oído el chiste! Siempre me pasa igual con la poca gracia que tengo y la desperdicio en los peores momentos. ¡Lee, niña, lee!: «No le des nunca la espalda, ni le robes sus enseres. Le debes un respeto, por  ser ella, la madre de tus entrañas».

 —Afektua, otra vez el mismo sueño novelesco, se ve que me creo toda una aventurera!  Tendría que probar suerte de verdad, ¡total que puedo perder! Ya me han sido solucionadas las pistas por la providencia, y qué mejor ocasión que un día trece, cómo el de mañana para acabar de leer la inscripción, no habrá. Mejor dicho, para averiguar de una vez el secreto. Dicen que tanto las pesadillas como los sueños, se cumplen al pie de la letra los días doce más uno.  Justo a mi me faltan unas letras por leer. ¿Quieres leerlas conmigo? O mejor las lees tú por mí, dudo que los antiguos supieran cincelar braille. ¿Me oyes amor?
—Claro que si mi vida, tan solo es que me parece envidiable el buen humor con el que te levantas por las mañanas. 






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