TERESITA, HIJA MIA
—Es la inscripción —le paso una fotografía a Rafa— que esta
cincelada sobre la lapida.
En la imagen podía verse una antigua tumba. Probablemente
debía datar de finales del siglo XIX. Pero en su mármol no lucia
fecha alguna de nacimiento o defunción de la niña, ni muestra alguno de pena o
dolor por parte de sus familiares.
—¡Qué curioso! Nunca vi una mano, de bronce o no, impidiendo
la salida de un sepulcro. —Sintió como el bello se le erizaba— No soy
supersticioso, pero tampoco voy negar lo obvio. Hay cosas que no tienen
explicación. ¿Verdad, Capitán?
—Déjate de misterios, y olvida de una vez el rango. Hace
tiempo que desistí de darte ordenes. No somos hombres de disciplina. Ambos
abandonamos el ejercito por propia voluntad.
»Bueno, tú más que yo. No entiendo por qué me seguiste a en
mi derrumbe. Podrías haber elegido a cualquier otro. Uno que planificara mejor
sus batallas personales.
—El Capitán, me sale sin pensar, Vicente.
»¿Piensas que iba a perderme el momento, en que te dieras
cuenta de que tu complejo de cacique colombiano, te venia dado por el excesivo
e incontrolado consumo de ron y cocaína?
»Aguantarte era insufrible. Supongo que por eso te abandonó
Emi. Agravando con ello tus vicios. Pero yo no soy de rendirme, y mucho menos
contigo. Eres el único referente que respeto, a pesar de tus faltas.
»El padre que me tocó en suerte lo llevo enterrado en la
memoria más honda. Bien lo sabes. No merece ni mención.
—Emi, no se marcho. Estoy seguro de que la hicieron desaparecer.
Ella era mi «dulce» media naranja, y nunca me hubiera amargado a propósito.
»Por eso debemos correr esta loca aventura.
»A pesar de mis lapsus, recuerdo perfectamente que ella me
habló de una leyenda, suya, familiar. Supo de ella por un antiguo diario
heredado de su abuela. En él su bisabuelo, Gabriel, el indiano, contaba la
historia de cómo hizo fortuna, importando tabacos habanos, desde una plantación
que había pertenecido durante varias generaciones a la familia Canet.
»En aquella época seguía percibiendo la mayor parte de los
beneficios obtenidos de esta, pero la gerencia de la misma había recaído en
otra rama más escondida de la familia. Los dos hijos bastardos de su padre,
ambos mestizos de piel canela. Gemelos, con tan diferente carácter que parecían
no tener nada que ver.
—Si no fuera porque vivimos en el mismo apartamento, diría
que esta noche te has vuelto a enganchar a una botella de ron de caña. Bien
mirado, sería el licor perfecto para tragar el cuento de los Canet que me
quieres embutir —dijo Rafa escéptico.
Estaba a punto de caer la tarde. El cementerio parecía
desierto. Aunque las tumbas guardaran silenciosas a sus inquilinos, una de
ellas gritaba un secreto a voces. Tenía algo que esconder. No se agarra, con
fuerza, aquello que no se pretende proteger. Y la entrada a la cripta parecía
estar, sospechosamente, vigilada por la presencia de aquella misteriosa niña.
—Quieras o no voy a tener que contarte, antes de forzar la
cerradura, el supuesto desenlace del cuento, cómo tú lo llamas.
¡Aunque se trate de hechos reales, ya lo veras, te lo aseguro!
—Vamos, no te pongas nervioso. Solemos arriesgar mucho y
obtener poco, y hace tiempo que necesito unas buenas vacaciones.
—Seré breve, no tenemos que tentar tanto a la suerte.
»Uno de los gemelos era malvado, cómo de película, en
extremo. Practicaba vudú, y se llegó a creer que tenia tanto poder, que hizo
que su sobrina, la hija mayor de su medio hermano, legitimado, enfermará de una
extraña dolencia, en la que parecía tirar espuma por la boca y entornar los
ojos hasta ponerlos casi en blanco.
—No me digas, y esa niña se llamaba Teresita. ¡Qué
coincidencia! ¡Vamos!
—Teresita Canet García, tía abuela de Emi, y fallecida a los
doce años, tras un intento frustrado de sus padres, acompañados del sacerdote
de San Francisco, de sacarle de dentro el demonio que la poseía, en las
ocasiones que su malvado pariente practicaba los antiguos rituales de
procedencia africana. La pobrecilla murió ahogada por su propia sangre, al
moderes fuertemente la lengua en una de las intensas convulsiones que padecía,
tras las siniestras conjuras pronunciadas al otro lado del Atlántico.
—¿Me estás tomando el pelo? Está claro que sufría ataques de
epilepsia. Nada tuvo que ver ninguna maldición con su muerte.
—Yo hubiera pensado igual. Pero encontré el diario del
bisabuelo de Emi, y en él, junto a una honda rasgadura en la gruesa
encuadernación, había una anotación, hecha con su letra, del mismo día de su
marcha. Donde se leían estas palabras: «Estoy segura de que la abuela tenia
razón y de que Tobías ayudo a su hermanastro ,enviándole el dinero de la venta
de la hacienda, para que este pudiera ganarse los favores eclesiásticos, y así
salvar el alma de su hija. Pero algo me dice que los pesos no llagaron a hora,
y todo sacrificio fue en vano. El noble gemelo murió a manos de su hermano, del
que no se guarda ni nombre. Por lo visto no supo aceptar el estado de pobreza
al que lo condenaban arrebatándole su aparente herencia, con falacias».
Oscurecía demasiado rápido. Con la distracción de todo aquel
antiguo embrollo en sus mentes, comenzaron la tarea. La mano negra del guardián
se partió por la mitad, un solo golpe de maza bastó para ello. También la
horquilla reforzada hizo su trabajo con el cierra, gracias a la destreza de Vicente.
Abrieron, no sin temor, las portezuelas, y de inmediato observaron un féretro
de tamaño medio ocupando, en alto, el centro del habitáculo. En uno de sus
lados, se encontraba, apoyada una figura, que sostenía entre sus brazos un
cofre, abierto, lleno de monedas antiguas. Era el cuerpo, sin vida, de Emi. A
sus pies, caída, brillaba, una llave.
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