Llevaba un hacha en la mano, lo que
le confería más aun un aspecto de rudeza. Sus músculos marcados no dejaban duda
de que sabía manejarla dicha herramienta con destreza. Una vez fijado su
objetivo, comenzó a golpear la dura corteza. En esa ocasión le había tocado en
suerte talar un pino torcido, que corría peligro de derrumbe, ante cualquier
inclemencia climática. Golpeó una y otra vez, con todas sus fuerzas,
hasta que logró hacerlo caer en el suelo, con un estruendo, quizá, demasiado
sonoro. Ni era tan grueso, ni tenía tanta altura. Además gran parte de su
tronco era hueco, de una manera inhabitual. Lorenzo, se arremango en
extremo, como quien acepta el desafío que le es concedido, bien por
la naturaleza, o Dios sabe por quién. Reanudó su labor con el
troceado en partes equitativas del recién caído. Una tras otra iban quedando
expuestas ante él, hasta llegar a la sección más fácil, la que poseía esa
falta de madera en su interior. Pero al intentar corta de nuevo en profundidad
el árbol, la hacha no penetró. Había algo obviamente duro que se lo
impedía; a la par que resonaba con tintineo. El muchacho se acercó expectante,
y tras inspeccionar el cóncavo espacio, se dio cuenta de que no estaba vacío.
En su interior brillaban multitud de alhajas, relojes y abalorios. Seguramente
fuera el botín acumulado, a lo largo de los años, por algún malhechor local;
negligente sobremanera, y cuyo escondite ahora quedaba al descubierto. Sacó
unas bolsas de la furgoneta y comenzó a traspasar el tesoro encontrado, para
así hacerlo suyo. Podría decirse que Lorenzo, el leñador, era un hombre
afortunado.