Siempre
ando con prisas, pocas ocasiones tengo para rezar a mis santos. Pero pasar por
la iglesia y no entrar, para mí, es pecado. Un Ave María a la Virgen no cuesta
nada de recitar.
Aquel día abrí la puerta, y el
recinto estaba casi a oscuras, solo unas pocas velas lo iluminaban. No me hizo
ninguna gracia, pero tiré para dentro. Me dirigía hacia el altar, y de pronto
noté como caía en un agujero excavado en el suelo. Mi miedo, irracional, por
las imágenes sagradas no me dejó fijarme en el mal paso que daba. ¡Castigo de
Dios!
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