Justo ayer perdí a mi mejor maestra, pero
no creías que fue profesora ni albergó vocación educativa alguna. Era una niña
de noventa y tres años, que un tiempo, no tan lejano, había sido mi madre.
Tenía una caligrafía esbelta y elegante,
que yo buscaba imitar y garabateaba sin conseguir su gracia.
Recuerdo bien la época de las primeras
divisiones. Se le daban tan mal o peor que a mí, pero erre que erre ella me
hacía descifrar el cociente con perseverancia, repartiendo las horas entre los
deberes de casa y los que yo le imponía con mi torpeza.
Hubiera sido una buena antropóloga;
conocía a todo hijo de vecino, sus características, anhelos y peculiaridades,
porque se interesaba por la gente, sabía cautivarla con sus historias del
pasado.
Vivir la guerra civil la
marcó. Aunque su hogar se encontrara en un lugar apartado de la mano
de Dios. Más de una vez me contó como vio arder a los santos de la piedra, el
día en que unos desdichados encendieron la iglesia. La misma que sirvió de
escenario para su boda y mi bautizo tras las décadas pertinentes. Ella me
enseñó con paciencia el Ave María y el Credo, para luego enumerarme,
irónicamente, los muchos líos de faldas que había tenido don Miguel, el
párroco. Era su forma de mostrarme la hipocresía del ser humano. Tan de
Ciencias y Astronomía, tan de sucesos míticos y Astrología.
Sietemesina nacida bajo el signo de
sagitario, malcriada como pocas, por padres, esposo e hija, se dejó querer
mientras ofrecía su amor egoísta.
Como ella decía: «Siempre hice lo que
tenía que hacer».
Esa fue su mayor enseñanza.
#Zenda #MiMejorMaestro
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