A pesar de la
corta excursión, el balón no quiso esconderse demasiado de la vista, había bajado
ladera abajo sin rumbo fijo; su piel ya se encontraba ajada, a causa de las
largas horas pasadas al Sol y los numerosos chutes recibidos, unos pocos roces
más no lo estropearían demasiado. Paró enfrente de un gran rellano, junto a él
se encontraba una pequeña cabaña de vacaciones: madera oscurecida, puerta
redonda, ventanas bajas y, sin luz. Parecía abandonada, al menos vacía, libre
de inquilinos. Roberto cogió la pelota, y volvió sobre sus pasos, que lo
llevaron al campo de fútbol que habían improvisado los niños del campamento,
allí le estaban esperando sus amigos.
A pesar de ser capitán del equipo, no
tenía en su haber el récord de goles de aquel verano y, eso le dolía en su
orgullo, a sus quince años quería ser el mejor, le encantaba aquel deporte que,
había practicado durante tantos años, los recuerdos de infancia que más
regocijo le proporcionaban, pertenecían a largas carreras, que acababan en la
porterías del campo, bien protegiendo la propia, como atacando la de los
contrarios. Los lances largos eran su especialidad, pero en el partido que se
jugaría aquella semana, contra el equipo en el que competía su amigo Julio, que
era ayudante de los monitores de un campeonato vecino; quería desmarcarse
y ser él el protagonista, marcar tantos goles como pudiera. Así que dejó
dadas las instrucciones necesarias a los chicos para que lo ayudaran a
chulearse ante su amigo, que siempre presumía. Aunque, con simpatía, ante él.
La mañana anterior al partido, bajó de nuevo la ladera y decidido entrenarse
solo en el llano que había frente a la cabaña, así, podría utilizarla como
portería, sin temor de que al rebotar la pelota marchará lejos; chuto una
vez tras otra, centrando su puntería en la puerta, no debía sobrepasar el punto
de las ventanas. _ ¡crack! ¡ crack! _ se oyó de repente, pero Roberto, no
cesó en su empeño. _ ¡crack!_ se volvió a oír, aún así, él siguió. _ ¡crack!
¡crack!
¡crack!_ se oyó hasta doce veces, y entonces, paró de repente y gritó _
¡Doce a Malta!
Los cristales de las ventanas, estaban desparramados, por fuera, por dentro de
la casa; pero Roberto solo podía pensar en sus doce goles. Mañana iba a ser un
gran día, no tenía duda alguna; ya ajustaría cuentas con la cabaña, tampoco era
un chico tan despreocupado.
martes, 19 de junio de 2018
DOCE A MALTA
lunes, 11 de junio de 2018
HUERTO DE ROMERO
Juan Bautista Romero
Concha era mi nombre. El amor paternal que recibí, me preparaba un
brillante porvenir. Yo fui la esperanza y felicidad de mis padres, su
mejor motivo para sonreír, su único y bien amado hijo, tras la muerte
prematura de mis dos hermanos.
Pero la providencia en sus altos juicios
probó su virtud arrebatándome a mí también la vida, por caer en mala gracia a
los hermanos de mi amada, que sin pensarlo, no dudaron en asesinarme sin más, a
mis veinte años recién cumplidos.
¿Qué iba a ser ahora de una de las mayores
fortunas de Valencia, obtenida de la sedería? En una España aún convulsa
por la no tan lejana guerra contra los Carlistas. Y a mí que más me daba. Yo
solo podría sufrir por mis padres, que
prácticamente enloquecieron de pena y ahogaron sus lágrimas en el trabajo
y la reclusión.
Llegó el aniversario de mi muerte y se
celebraron unas multitudinarias misas fúnebres en la parroquia de San Martín,
por mi descanso y paz eterna. Acertadamente fueron acompañadas por la música de
Mozart, de la que tantas veces disfruté en mis horas de asueto.
Inmediatamente después de aquello, la pena
se encarnó en compasión y comenzaron a obrarse maravillosos hechos en mi
nombre y por mi memoria.
Era mi padre un hombre honrado y sabio,
hecho a sí mismo, afortunado empresario, por su buena cabeza; hasta el punto de
ser nombrado senador por la Reina Isabel II y ennoblecido por esta con el
título de marqués de San Juan. Y fue este y su esposa Mariana, mi amada madre,
los que encargaron construir al ya creador de nuestro panteón
familiar, su gran amigo Sebastián Monleón, un hermoso huerto con casita al
estilo francés. Él sabía de sus gustos y preocupaciones, era compañero de
sus causas, como la protección y ayuda económica que mis
padres prestaban al Hospital General. Hasta el punto de llegar a promocionar la
construcción de la actual plaza de Toros de Valencia, adelantando sus dineros,
para que luego los beneficios obtenidos fueran a parar al mismo hospital,
donde eran atendidos los vecinos más necesitados de la ciudad.
Antes de sus últimos años lograron crear
su propio Asilo de San Juan Bautista o Romero y el proyecto del
Hospital de santa Ana junto a él, acabado años después.
Fueron erigidos en el Paseo de
Petxina, junto a otros edificios de la época dedicados al bien estar
de los conciudadanos; entre ellos la Beneficencia y el Asilo del
Marqués de Campos. Hoy lo que queda de ellos se transformó
en Universidad Católica, museos y de más.
Pero no penséis que me he olvidado de mi
huerto, pues a mi memoria está dedicado, aunque de huerto pasará a ser
Jardín de Romero, por la belleza adquirida con los años. Mi padre no
escatimó en absoluto para hacerlo digno de mí. Fue dotado con galerías, estanques,
conjuntos escultóricos mitológicos, arboles exóticos traídos de todas partes
del mundo ; incluso en uno de sus viajes a Madrid por ser él político ,
adquirió los dos leones originales del Palacio de Congresos, que
aún no habían sido ni colocados en su escalinata; quizás fueron esculpidos
con porte demasiado joven para tal lugar y así es como desde entonces
guardan mi jardín , frente a las estatuas de a la diosa
Hebe y su cáliz, portadora de la juventud y la Musa Clío, sabedora
de Ciencia e historia , que habitan en la fachada de entrada al
jardín de mi palacete, que fue más que casa .
Gusto de saber que de seguro allí hubiera
sido feliz entre mis leones, mi musa y mi diosa, a la que honro con
mi eterna juventud. ¿Qué más puedo decir? Esta es mi historia, que lo
fue porque yo ya no estaba, pero sin mí no hubiera sido. Acordaros de mi
cuando veías una corrida de Toros en Valencia, cuando paseéis por el barrio de
Petxina y sobre todo cuando vayáis a mi querido jardín, recordad que fue por un
Romero, aunque ahora lleve el nombre de Monforte.
BAJO BANDERAS
Gabriel Espinosa se tambaleaba, con el vaivén del barco,
el sueño todavía lo perseguía, mientras asimilaba en su sesera la gran
fortuna que habían tenido en esta toma de asuntos ajenos él y
sus compinches, no siempre la información conseguida, poseía la importancia
de la lograda en aquesta ocasión. Había pasado la noche precedida al embarque trotándole
el anca a una daifa de pelo rojizo, en una mancebía cercana a las aduanas, qué
mejor que despedir comanda jodiendo pues a madre o hija del enemigo.
Londres era una ciudad con demasiado empapamiento para
sus huesos y se alegraba de haber emprendido camino hacía las más soleadas
tierras españolas. Lejos quedaban los largos viajes llevados a cabo en su
juventud, donde pudo conocer horizontes más lejanos, sus días en la Florida
protegiendo los intereses de un comerciante cordobés, a la vez que su
persona, eran los que más añoraba. Fueron muchos años sirviendo como bravo a
Don Fernando Ríos en aquellos disímiles y salvajes parajes, no era un lugar
tranquilo, la tribu Tequesta ocupaba aquellas tierras que los conquistadores
quisieron rebautizar como bahía Vizcaína, eran escasos y de
arrestos los occidentales que decidieron buscar suerte en aquella latitud. Con
el transcurrir de los años los continuos ataques de los ingleses que
deseaban hacer suyo cuanto pisaban o dejaban de poseer, hicieron muy
difícil sacar provecho alguno de su estancia allí, al arriesgado comerciante y
su fiel hidalgo de ofició de valentía. Así pues, llegó el momento de
entregarles aquel incierto paraíso a las casacas rojas, tras el
acuerdo de París el 10 de febrero de 1763. Aquello había significado muchos
cambios tácitos en la vida de Gabriel. Tuvo que volver al viejo
continente junto con su patrón, el cual quiso la mala suerte que muriera
durante la travesía, de unas malas fiebres. Así que Gabriel a sus veinte
años bien pasados se vio en la altura de encontrar otra ocupación,
acostumbrado a la acción y a unas ciertas comodidades mínimas,
decidió ingresar en el ejército de su ilustrísima majestad Carlos III.
Nunca se sabe si caer en gracia
es igual o mejor que ser eficaz. Tras no mucho tiempo y más que
suficientes demostraciones de sus apropiadas y astutas habilidades, acabó
formando parte de la amplia red de espías que trabajaba bajo la
supervisión del Marqués de La Ensenada, Don Zenón de Somodevilla, él y sus
maquiaveladas eran más que respetados a la fuerza en toda la patria.
Viaje concluido, desembarcó veloz y
a la montura de un trotón marcho rápido, cuánto antes soltara las perlas de su
boca antes sería recompensado. Cuando el de la Ensenada obtuvo la
información transmitida por Gabriel, no dudo en compartirla con el Conde
de Floridablanca, a pesar de sus más que pregonadas discrepancias, él
sabía que Don José Moñino estaba a favor de una política enérgica contra
Inglaterra y había que aprovechar al máximo la ocasión que se presentaba. El
rival no lo es, si por ventura te ayuda a guardar la espalda.
Gabriel con su comanda
concluida, de momento , quedó más que contento, al saber casi con certeza
que sus averiguaciones iban a servir para ayudar a los
revolucionarios norteamericanos que luchaban contra los
ingleses, nuestros enemigos históricos más aborrecidos,
después de la derrota sufrida por la Armada invencible a principios
del mes de agosto 1588 .Él sentía sin pretenderlo gran cariño por las tierras
del otro lado del charco y estaba convencido de que a sus habitantes les iría
mejor sin tener un rey a quien servir, no renunciaba al suyo, pero sabía cómo
hombre más que vivido de las ventajas de tenerlo lejos. Y más en una
tierra que en verdad albergaba tantas identidades diferentes conviviendo a
las duras y maduras juntas, y sin rejuntar, aunque sin mezclarse por
ventura, ¡Pardiez, eso hubiera sido una barbaridad!
Unos pocos meses después,
un doble convoy de navíos ingleses más orgulloso que livianos,
partió desde el puerto de Portsmouth, para avituallar a las maltrechas
tropas de ultramar acuarteladas en las Antillas que luchaban en la postrimería de
la Guerra de Independencia estadounidense y ayudar en la costosa labor
de la colonización de la India y sus territorios. Las ordenes eran que
cada cual siguiera su ruta llegado el momento, formaban una poderosa flota con
más de trescientos cañones, había mucho que proteger, a parte de los intereses
de la protestante corona.
No sé si por azar o destino,
retorno a ser protagonista del conflicto entre los de aquí y allá un 9 de
Agosto , en este caso de 1780. El Santísima Trinidad, Escorial de los mares,
buque insignia de la Armada Española estaba bajo las órdenes de Don
Luís de Córdoba veterano marino de más setenta años que con ellos y
todo era el más indicado para ocupar el puesto de director general de la
armada, pues la valía no es razón de las que engaña. Este mandó virar el
rumbo para encontrarse de frente con el escondido por las brumas convoy inglés,
varias de las fragatas adelantadas a barlovento le habían hecho entender
con sus cañonazos que el enemigo se acerca, despistado de todo mal. La orden
fue tan de ingenio como clara, un farol fue encendido en el alto palo de trinquete y
una tras otra las naves de su graciosa majestad Jorge III rey de Gran Bretaña e
Irlanda fueron acudiendo hasta el Santísima Trinidad, como las moscas a la miel.
Contando con la añadida fuerza de 27 navíos españoles y la ayuda de una
flotilla francesa formada por 9 navíos y una fragata, más que suficientes instrumentos
de escarmiento para el rival, que no los esperaba.
La Royal Navy sufrió el peor
ataque logística de su historia. Tan solo en arduo y largo día de batallar la
Armada española había capturado 37 fragatas, 9 bergantes, 9 paquebotes por
valor de más de 600.000 duros, que portaban 1692 hombres de equipaje, 1159
hombres de tropa y 244 pasajeros, entre ellos hombres de influencia. También se
incautaron grandes cantidades de pólvora, uniformes y avituallamientos para
miles de soldados. El botín en cuanto a oro se refiere fue extraordinario,
alcanzando un valor de más de un millón de duros. Como no, la bolsa de Londres
cayó tras la gran captura, incrementando así la más que merecida alegría de la victoria.
No hubo duda de que Dios ese día estaba de nuestro lado, y habría que darle las
gracias con tesoros y rezos.
El 20 de Agosto don Vicente de
Doz y Funes jefe de escuadrilla de la Real Armada Española llegó al puerto de Cádiz
con las presas y el botín obtenido en la gloriosa batalla, más de una razón
había para el regocijo en la ciudad. Gabriel atraído por las recientes
noticias acudió a la Tacita de Plata a celebrarlo a su manera. Pronto debería
partir con una nueva misión, pero antes quería recrearse en el logro que creía
tan suyo como de los otros marinos y soldados. Ensimismado en sus
recuerdos, veía descargar los navios con el botín, mientras tomaba unos tragos
de vino caliente en las mediaciones de los muelles del puerto de Santa María.
En aquel momento deseó sobrevivir a la muerte en sus andanzas con más
fuerza que nunca, para poder pasado un tiempo volver a aquellas tierras lejanas donde
acaecido su juventud, incluso en permuta como a tal viajar más al norte, cierto era
que, con su labor, aunque indirectamente estaba ayudando a formar una nueva
nación, de la que no le importaría en absoluto ser poblador. Al fin y al cabo,
la libertad es de quien la busca, no de quien la encuentra, y Gabriel no se
sentía atado a nada ni nadie.
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